La inmensa mole de extraña tonalidad y aspecto duro y coriáceo parecía una aparición fantasmagórica en medio de aquel campo de arena y lodo, donde apenas se vislumbraba –en lontananza- la altiva y majestuosa torre de piedra blanca que, dominando el paisaje, acogía desde hacía algunos meses -de modo protector- el enclave enigmático donde llevaba tiempo viviendo, solo y olvidado de todos.
Cuando le ordenaron salir de su encierro, aquel día invernal con el viento atlántico, húmedo y frío, azotando con intensidad inusitada el bastión, se movió con lentitud, avanzando despacio, muy despacio, al tiempo que observaba con cautela cómo su adversario –aún en la distancia- estaba paralizado, fijo, anclado en el suelo, preso de un terror paroxístico que le impedía cualquier movimiento. Estando ya muy cerca uno del otro, pudo sentir los latidos de su corazón, mezclados con ritmo ansioso, también inhalar el vapor pestilente que exhalaba el cuerpo de su contrincante, rollizo pero impenetrable.
De pronto, el silencio hizo mella en el gentío que esperaba el desenlace de un momento para otro y percibió, con su mirada fría, los temblores de ondas ondulantes, los sollozos angustiosos y terribles gemidos –a modo de canción pegadiza- que emitía su oponente, mientras unas diminutas lágrimas caían delicadamente y bañaban su rostro dulce de extensión jamás imaginada. Tan unidos estaban uno del otro que, en un momento determinado, casi se podía decir que parecían fusionados a modo de figura única centrada en medio de aquella amalgama de polvo, aire y hojas secas que invadía un entorno custodiado por empalizadas añosas de maderas de tan escasa altura que, más que custodias, parecían vulnerables a sus decisiones.
Entonces, el viento cesó, el griterío calló y una enigmática sensación se apoderó de todos en el instante preciso en que intuían que algo estaba a punto de suceder. Sin esperarlo, incauto y escéptico, observó cómo su enemigo, que mantenía porte elegante y gozaba de mayor altura, de súbito se giró (dando varias vueltas) realizando un curioso ritual que algunos consideraron por fin el inicio de aquello terrible que estaban a punto de visionar. Observó que su émulo se agachaba para tomar el impulso necesario y requerido para la aventura, odisea a la que los habían lanzado sin ellos quererlo ni ser consecuentes de sus resultados. En medio de aquella angustia, y sin que nadie tuviera tiempo de reaccionar, de repente su rival inició una carrera tan veloz en sentido contrario (huyendo) que dicen… fue difícil localizarlo en varios días.
Había escapado de forma inesperada, muerto de miedo, incapaz de enfrentarse a la contienda que le esperaba, refugiándose en una loma cercana donde -camuflado entre ramas- tardaron en rescatarlo mucho tiempo, ante la desesperación de D. Manuel que regresó a sus actividades, tras haber perdido la apuesta con sus allegados.
En el año 1514, un sultán del oeste de la India envió, como dádiva al rey D. Manuel I de Portugal, llamado el Afortunado, un rinoceronte, considerado por entonces animal muy exótico. Lo hizo llegar a través del gobernador Alburquerque (destinado en la India) que decidió regalarlo a su soberano para evitar el problema de mantenerlo y de paso ganar sus favores. Cuentan que el rinoceronte llegó a Lisboa en mayo de 1515, para regocijo de la joven princesa Isabel (futura esposa del emperador Carlos), que a la sazón contaba doce años de edad, la hija bienamada de D. Manuel I, y a la que su padre no cesaba de obsequiar con todo tipo de animales curiosos (que hacía traer o le regalaban de sus feudos portugueses de ultramar). Dichos animales conformaban un zoológico de fama europea en el palacio de Ribeira que hacía pocos años había acabado de construir el monarca.
Según las crónicas de otrora, D. Manuel I se empecinó en hacer combatir dicho rinoceronte, llamado Ganda, con el elefante preferido de su hija, a fin de ganar una apuesta que había hecho respecto a que ambos animales eran enemigos acérrimos (antigua teoría de Plinio). En el momento en que el rinoceronte salió al terreno de lucha y ante su caminar pausado y avance hacia el elefantito, este optó por la vía más segura…huir aterrorizado. Dicen que el paquidermo continuó su encierro tranquilo y sosegado el resto de sus días, mientras el despechado combatiente fue “desterrado” a Italia (a la corte del Papa León X), lugar al que no llegó por culpa de una tormenta que hizo naufragar la embarcación en que viajaba. Debido a los grilletes que lo sujetaban a bordo, murió ahogado…aunque su cadáver (una vez recuperado) fue disecado y exhibido en Roma. La noticia y datos de interés sobre este animal llegaron a Alberto Durero que realizó el famoso grabado sin haberlo visto… nunca.
María Fátima Hernández Martín, doctora en Biología Marina y directora del Museo de Ciencias Naturales de Tenerife.